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El por qué de la caza

 

No tengo dudas que la mayoría de los cazadores alguna vez -o muy a menudo- nos preguntamos qué nos impulsa a cazar; cuál es la razón de esta pasión que no parece ser compartida por gran parte de nuestra sociedad civilizada. Esta suerte de antagonismo que provoca nuestra actitud en un mundo que claramente se inclina hacia el mantenimiento de los recursos naturales, debe impulsarnos a reflexionar sobre la legitimidad de nuestros hábitos y en todo caso, a preguntarnos de buena fe si lo que hacemos encuentra justificación y si contribuye al sustento de la fauna silvestre y la preservación de la naturaleza, ya que el hombre se sirve de ella de mil maneras y si bien muchas son claramente agresivas, ninguna resulta totalmente inocua. Sin embargo, nuestra actividad es una de las pocas que provoca un claro rechazo de ciertos sectores, por aquello de que se nos imputa causar una muerte deliberada por “mera diversión”.

Lo cierto es que una partida de caza no comienza -y muchas veces no termina- con la muerte del animal. El acto de echar el rifle al hombro y comenzar una larga jornada, a menudo en un medio hostil o al menos extraño a nuestros hábitos ciudadanos, exigiendo nuestras fuerzas, soportando cansancio físico, privaciones e incomodidades, constituye una experiencia invalorable con un sabor a aventura que nos transporta a otras épocas, nos libera de la agobiante domesticación a que nos somete la civilización y nos enfrenta a un “mano a mano” con la naturaleza con una plenitud que ninguna otra actividad permite. Las planicies cubiertas de vegetación, la montaña, los bosques, las selvas, los montes intrincados y los desiertos forman parte de nuestro entorno, no como un panorama estático como aparece a los ojos del turista o del mero observador, sino como un escenario al que nos introducimos con un protagonismo propio. Los soles abrasadores o los atardeceres apacibles, las noches tormentosas o los cielos tachonados de estrellas, los sonidos de la naturaleza, el canto de los pájaros al amanecer o la aparición de los seres nocturnos acompañando la puesta del sol. El silencio de la creación interrumpido sólo por las expresiones de la vida silvestre que cobran un significado especial para el cazador. La rama que se quiebra, los matorrales que se agitan. Nuestro olfato que identifica olores peculiares, las huellas recientes, las deposiciones frescas, el bramido o el gruñido que oímos o creemos oír, son signos inequívocos de la cercanía todavía indefinida de la pieza buscada que nos sobrecogen y hacen que la adrenalina se precipite. La búsqueda del animal salvaje despierta atavismos que nos transportan a nuestros antepasados cazadores y asumimos el papel de partícipes en el drama de la vida y de la muerte, drama que regula el proceso natural a que están sometidos los seres vivos con eterna y fatal reiteración. Somos parte de la lucha por la vida, mecanismo natural que implica cazar para subsistir y no dejarse cazar para seguir viviendo. Esa ha sido la primera ocupación del hombre primitivo y eso hacemos los cazadores cuando sentimos el llamado atávico de nuestros antepasados. ¿Podría acaso afirmarse que el hombre civilizado ha renunciado a servirse del animal para satisfacer sus necesidades? En modo alguno. Todos los días mueren en el planeta millones de reses a manos del hombre, en provecho incluso de aquellos que critican al cazador por su insensibilidad pero no se privan de saborear un buen asado. Claro que estos críticos difícilmente sean capaces de matar por sí mismos al animal que comen, pero en verdad cuando compran la carne están pagando en forma indirecta al verdugo del animal para que haga el trabajo que ellos no se atreverían a consumar, y así se sienten inocentes y tranquilos con su conciencia. Criticar al cazador porque mata y comer carne implica incurrir en una contradicción que suena a hipocresía. No se argumente que se necesita ingerir carne para vivir, porque justamente el mundo civilizado nos permite acceder a una dieta no cárnica que nos permitiría alimentarnos adecuadamente prescindiendo de ella. Con el agravante ético que al animal sacrificado no se le ha dado ninguna oportunidad de escapar a la acción del matarife, mientras que el animal cazado sí ha tenido la de eludir al cazador. Un capítulo no menor de la actividad cinegética es la de servir a la mesa del cazador y sus amigos el fruto de la aventura, lo que produce -tal como ha venido sucediendo a través de los siglos- el gozo de haberse procurado el sustento para sí y para los suyos y la satisfacción de cocineros y comensales.

Un análisis ejemplar de la esencia de la caza es el que logra Ortega y Gasset en su prólogo a “Veinte Años de Caza Mayor” del Conde de Yebes. Intentaré resumir su pensamiento, lo que no es tarea fácil teniendo el cuenta la claridad y la capacidad de síntesis de este genial autor. Para Ortega, a los animales les ha sido dada la vida vacía de contenido. Ellos se limitan a “estar ahí” dejando transcurrir su tiempo vital gobernado por los instintos propios de cada especie. A diferencia del animal, el hombre debe llenar su vida, que también le ha sido dada vacía de contenido. El hombre llena su vida con ocupaciones que pueden o no coincidir con su vocación, parte de las cuales son las necesarias para procurarse el sustento. Cuando las ocupaciones del hombre coinciden con su vocación, Ortega les llama ocupaciones felicitarias, por la sensación de plenitud que experimenta quien las ejecuta. Desea que no cesen, pues en ellas siente un regusto casi estelar de eternidad. En cambio, cuando para subsistir debe abordar ocupaciones que no le producen satisfacción, se enfrenta a la maldición bíblica: ganarás el pan con el sudor de tu frente. Asimismo, el hombre tiene necesidad de divertirse. Lo que para este autor significa cambiar de personalidad, escaparnos de la cotidianeidad, encarar otras ocupaciones también felicitarias. La caza es una de esas ocupaciones felicitarias en que el hombre se toma vacaciones de humanidad, huye de la civilización y desciende al terreno del animal, con el cual confronta. Ortega dice que la única forma de hacerlo es tomar contacto con el animal salvaje, pues el doméstico está contagiado de humanidad. Y el contacto con el animal salvaje no se logra sino a través de la caza. La condición felicitaria que Ortega adjudica a la caza se comprueba a través de la historia, si se recuerda que principalmente en Europa esta actividad estaba reservada sólo a los nobles que poseían cotos infranqueables para los plebeyos. Cazar era entonces un privilegio del que gozaban unos pocos. Concluye afirmando que la caza no es buena ni mala. Se trata sólo de un mecanismo natural por el cual un individuo de una especie superior se apodera de otro perteneciente a una especie inferior. Así el leopardo o el león cazan al antílope, el gato caza al ratón o el perro al gato. No hay caza entre individuos de la misma especie. Un león no caza a otro león. A lo sumo, habrá entre ellos un combate donde el vencedor es quien alcanza el objetivo disputado. Nos habla además de la mismidad de la caza, pues ésta como mecanismo natural que es, siempre es igual a sí misma y no puede progresar sin perder su esencia. Pero para que haya cacería, es menester que la superioridad del cazador no resulte abrumadora, coartando al animal toda posibilidad de interponer lo que este autor llama sus contramedios. No es cacería aplastar a una hormiga de un pisotón, dada la incapacidad de la hormiga para interponer un contramedio con alguna posibilidad de éxito. ¿Cuál es el principal contramedio de la pieza de caza? Pues no estar allí donde el cazador lo supone. Por su olfato, su vista, su oído, su velocidad, su capacidad de buscar refugio o disimular su presencia en el paraje o en la oscuridad. O bien por la combinación de estos atributos. Para que haya caza, no es lícito privar artificialmente al animal de estas posibilidades, recurriendo a faros o visores nocturnos, a cercos o vallas estrechas o a otros artificios que lleven a igual resultado.

¿Es lícito que el cazador se arme de fusil y mira telescópica para cazar? La conclusión es positiva, sólo porque el hombre civilizado ha perdido forma. Carece del instinto, de la agilidad, de la resistencia, de la vista, del olfato y del oído de sus antepasados cazadores. Entonces la posesión del arma de fuego y otros mínimos elementos permiten compensar el desequilibrio por la despareja aptitud de las especies. El hombre civilizado ve declinar su capacidad de moverse en el terreno natural, que termina por resultarle extraño, mientras que el animal mantiene incólume la propia. Pero entiéndase que se alterará el esquema y se desvirtuará la actividad -que ya no podrá llamarse cacería- si quien la ejecuta se vale de medios que priven a la pieza de su chance o disminuyan en grado intolerable los contramedios de que dispone el animal. Para Ortega, la caza tiene por finalidad el apoderamiento del animal. Por eso afirma que no se caza para matar, sino que se mata por haber cazado. Esto, que parece un juego de palabras, en verdad no lo es. La caza es un proceso natural cuya culminación es el apoderamiento del animal, su sometimiento definitivo al cazador. Y si de animales salvajes se trata, no hay duda que un modo posible de hacerlo es el abatimiento de la pieza. Si la finalidad del cazador fuese simplemente matar, no sería necesario cazar. Hoy el hombre dispone de sofisticados artificios para matar, incluso a sus semejantes, como para tomarse el trabajo de hacerlo cazando. La caza es otra cosa. Es vencer al animal en su terreno, superar sus instintos a través de lo que queda de los propios y de la pericia, la resistencia y la obstinación del cazador humano, a pesar de que muchas veces fracasa, como también suelen fracasar los demás animales cazadores. La caza no es un simple tiro a un blanco móvil, que puede abatir a la pieza a tal distancia que impide al animal ensayar sus contramedios. Es la aproximación sagaz, el viento en la cara, la capacidad de avanzar en terreno difícil sin provocar ruidos y por ultimo, avistar al animal de la manera más cercana posible para constatar que se trata de un animal cazable por su edad, por su desarrollo o por sus malformaciones. Si comprendemos esto, podemos afirmar que somos cazadores.

Por último, me parece necesario dejar en claro un efecto muy importante que sobre la sustentación de la vida salvaje opera la caza. No por conocido es suficientemente difundido el indiscutible beneficio que para el mantenimiento del entorno natural se logra mediante la cacería organizada. El auténtico cazador ama a la naturaleza, la respeta, goza de ella y la admira. Y lo que resulta fundamental, está interesado en preservarla. Gracias al esfuerzo económico de miles de cazadores es posible mantener campos y parajes en su estado original, resistiendo así el de otro modo imparable embate de la explosión demográfica que todo lo arrasa con sus poblaciones, cultivos, polución y turismo masivo. El animal salvaje se ve despiadadamente empujado más y más a comarcas marginales, expulsado de su hábitat natural. Sólo la explotación económica de la fauna silvestre puede propender a su preservación, ya que el interés de los dueños de la tierra únicamente coincidirá con la supervivencia de la fauna salvaje si obtiene un provecho de ella. De otra forma, procurará eliminarla para que no perjudique su explotación agropecuaria. Hagamos un coordinado e inteligente esfuerzo para que nuestros descendientes puedan gozar también de la naturaleza en su forma original. Vale la pena.

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